Históricamente se decía que los jueces (por aquellos entonces no se incluía a las juezas) solamente hablaban por sus sentencias como si, de esa forma, se pudiera satisfacer el requisito constitucional de la publicidad de los actos de gobierno. Cuestión bastante discutible también, ya que acceder a las sentencias de los organismos jurisdiccionales no era una tarea sencilla, sumado al lenguaje empleado y la extensión de las resoluciones, que convertía en francamente incomprensible su contenido para la ciudadanía en general.
Hablar por las sentencias implica que juezas y jueces sean muy remisos a tomar contacto con el periodismo que, en buena medida, es visto como un adversario, molesto y cuestionador. Es que existe una tendencia (todas las generalizaciones son injustas) un tanto paranoide de los integrantes de la gran familia judicial a sentirse incomprendidos y perseguidos, de lo que en buena medida se responsabiliza a las y los periodistas.
Por otro lado (hay que nivelar la balanza) es verdad que existe cierto periodismo al que no le interesa profundizar en los temas (muchas veces como consecuencia de las exigencias de las empresas titulares de los medios) y que únicamente persiguen la espectacularidad de un título en letras catástrofe, lo que genera un justificado malestar en los operadores judiciales.
Es que hay de todo en la viña del Señor.
Soy de la idea que una democracia moderna, participativa y deliberativa, exige que Justicia y Comunicación diriman sus diferencias y reanuden (o inicien) relaciones colaborativas. Para eso es preciso el cambio de una serie de paradigmas.
Los integrantes del Poder Judicial tenemos que comprender que somos funcionarios públicos y que no estamos ungidos en nuestros cargos por algún poder sobrenatural. Y reconocerse como funcionario público trae aparejado un dato esencial: rendir cuentas.
Rendir cuentas implica abandonar los despachos y ponerse de cara a la sociedad, explicitando de forma clara y sencilla el contenido de lo que resolvemos y por qué razón lo hacemos como lo hacemos. Y, como es obvio, en esta función juegan un papel preponderante los medios de comunicación que, en los hechos, son la correa de transmisión entre los funcionarios públicos y el resto de la sociedad.
También es preciso que juezas y jueces, pero también fiscales y defensores, nos reconozcamos como actores sociales que con nuestras resoluciones contribuimos a delinear el modelo de sociedad en el que queremos vivir. Para comprender este rol es preciso asumir que el Poder Judicial es un poder político de la República, definición que es mirada con suspicacia por muchas personas.
Por supuesto que cuando hablamos del Poder Judicial como un poder político no lo hacemos en el sentido de tributar a una corriente partidaria, sino en un sentido amplio y genérico. Es indudable que cuando juezas y jueces resolvemos sobre cuestiones donde se involucra el género, los estupefacientes, las jubilaciones, la interrupción del embarazo y las múltiples cuestiones que atraviesan la realidad, damos definiciones políticas. Lo que tampoco implica que todas y todos tengamos que pensar de la misma manera. Pero sí asumir la responsabilidad por nuestras decisiones frente a la sociedad.
Enrique Petracchi lo definió magistralmente, palabra más, palabra menos: los integrantes del Poder Judicial somos políticos aunque no nos demos cuenta, del mismo modo que los cangrejos son crustáceos aunque no lo sepan.
Reconocernos como actores sociales implica un replanteo en la relación con los medios de comunicación, y aceptar que nos necesitamos recíprocamente y que esa relación debe estar fundada en el respeto y la colaboración. Pero también aceptar que, como lo ha dicho la Corte infinidad de veces, los funcionarios públicos estamos sujetos a un escrutinio mucho más riguroso que el resto de la ciudadanía y que, en ese sentido debemos aceptar las críticas que se nos formulan, aún aquellas que consideramos injustas y desmedidas. Dicho en otras palabras: también por eso nos pagan.
También es preciso reconocer que vivimos en sociedades altamente mediatizadas, con todos los beneficios y perjuicios que ello pueda significar. Y reconocer esa situación implica asumir la variedad de voces de la pluralidad, las que nos gustan y las que no nos gustan. Las que coincidimos y las que discrepamos Que no es otra cosa que la consecuencia del ejercicio de las libertades.
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