En tales contextos, es habitual que las restricciones constitucionales y la idea del imperio de la ley sean consideradas como sutilezas que obstaculizan la adopción de las medidas necesarias para conjurar los peligros que acechan al bienestar colectivo.
La institución romana de la dictadura, la más moderna figura del estado de sitio y la elaboración contemporánea de la doctrina de la emergencia son todos ejemplos de una cierta forma de entender cuál es la relación entre el derecho y la excepción: cuando se está en un momento excepcional, el derecho debe retroceder para que el gobierno pueda ejercer su poder sin las restricciones que lo limitarían en períodos de normalidad.
Este esquema conceptual propone una dicotomía entre constitución y poder: el poder es previo a la constitución y los límites que ella establece. Si la subsistencia del estado está en peligro, entonces el poder, normalmente dividido y limitado por la constitución, debe ser liberado de esa camisa de fuerza para que pueda asegurar dicha subsistencia. El esquema, además de esa dicotomía, también propone una triple relación de identidad: Pueblo = Gobierno = Presidente. La salud del pueblo es la ley suprema, es el gobierno el encargado de representar al pueblo bel que dirá cuál ley es la que preservará la salud del pueblo y, finalmente, es el Presidente el que decidirábpor el gobierno. De ese modo, el retroceso de la constitución en momentos de excepción equivale a concentrar el poder en el ciudadano al que le toque ejercer circunstancialmente la primera magistratura.
Bajo este esquema conceptual, el poder judicial debe ser extremadamente deferente frente a las decisiones presidenciales que, para el esquema, son idénticas a aquello que hace a la salud del pueblo. Una sentencia como la que dictó la Corte Suprema en el caso “GCBA c/ Estado Nacional” sólo puede ser entendida como un acto de traición a la preservación del bienestar colectivo, motivada por oscuros intereses o por un afán de destruir las fibras que mantienen unido al tejido social. Es muy probable que, desde este punto de vista, una decisión así sea recibida con frustración por quienes desean tener herramientas para afrontar una situación tan delicada como la que nos toca vivir.
Sin embargo, no es esa la única perspectiva disponible. Hay una manera alternativa de concebir al poder y su relación con la constitución. De acuerdo con la concepción que Hannah Arendt popularizó en el siglo veinte, el poder consiste en la acción colectiva, en actos de una comunidad que, de manera coordinada y cooperativa, transforma el mundo en el que vive. La experiencia de la pandemia nos mostró varios ejemplos de poder. Quizás el de la comunidad científica sea el más interesante: miles de científicos y expertos de todo el mundo que, compartiendo información y saberes, nos permitieron comprender mejor a qué nos enfrentamos, orientando así nuestras decisiones políticas. Y, por supuesto, elaborando sueros y vacunas para contrarrestar los efectos. La acción coordinada y cooperativa de la comunidad científica nos dio herramientas para transformar el mundo: encontrar formas de prevenir la transmisión del virus, métodos para tratarlo y, eventualmente, herramientas para erradicarlo.
La comunidad científica cuenta con instituciones para construir y ejercer poder, en el sentido apuntado. En efecto, los científicos tienen sus publicaciones, que permiten compartir información de manera relativamente confiable, y también métodos que son públicamente reconocidos entre los pares de la comunidad para poder controlar las conclusiones de las investigaciones y, llegado el caso, refutarlas.
El punto que me interesa destacar ahora es que, en el ámbito de la política, el poder, entendido en el sentido de Arendt, también depende de instituciones para manifestarse. El pueblo actúa colectivamente mediante las instituciones que se dio para gobernarse a sí mismo, es decir, a través del gobierno creado por la Constitución. Para esta concepción, no hay poder por fuera de la Constitución. Puede haber dominación y violencia, pero no poder. Por lo tanto, un gobierno y un Presidente que se mantienen dentro de las restricciones constitucionales están siendo respetuosos de la voluntad del pueblo en su máxima expresión pues, precisamente cuando más urgente e imprescindible parece ser dejar de lado los rígidos límites de la institucionalidad, la acción colectiva, el ejercicio de poder, requiere mantenerse dentro de la Constitución para superar, todos juntos, como una única comunidad, esa situación.
La Constitución define cuáles son las responsabilidades, deberes y atribuciones de las distintas instituciones del gobierno. Al hacerlo impone límites y restricciones. Pero, por esa misma razón, establece las condiciones para el ejercicio del poder, de la acción colectiva que transformará al mundo. La posibilidad de un gobierno eficiente que provea soluciones a los graves problemas a los que nos enfrentamos depende del marco que establece la Constitución, más que de la sapiencia o buena voluntad del ciudadano al que le toque ocupar circunstancialmente la primera magistratura; incluso cuando se trate de una persona en cuyas virtudes personales tengo plena confianza, como ocurre, en mi caso, con el actual Presidente. Sobre todo porque puede ocurrir que no siempre tengamos funcionarios sabios y bienintencionados.
En síntesis, cuando se trata del ejercicio del poder político, y a contramano de lo que postula la concepción que insiste en concentrar la responsabilidad en la persona del Presidente, menos es más. Las restricciones constitucionales limitan, pero simultáneamente habilitan. Si el Estado Nacional no tiene la competencia para definir por sí la cuestión de la presencialidad en los establecimientos educativos, ello significa que esa atribución, y con ella la responsabilidad, recae sobre los gobiernos provinciales y de la Ciudad de Buenos Aires.
Lo anterior tiene varias consecuencias beneficiosas para el gobierno nacional. La primera es que ya no tendrá que hacerse cargo de analizar las variables vinculadas a la presencialidad para tener que determinar por sí mismo cuál es la mejor decisión en la materia. Esa responsabilidad recaerá sobre los gobiernos locales. Por lo tanto, el gobierno nacional podrá dedicar más recursos al análisis de otras cuestiones vinculadas con la gestión de la pandemia que son necesarias y que caen indefectiblemente dentro del ámbito de sus responsabilidades.
Una segunda ventaja para el gobierno nacional, derivada directamente de la anterior, es que ya no será el foco de un conflicto político en torno a la presencialidad. Serán los gobiernos locales los que deberán resolver los desacuerdos y las polémicas que sean el resultado de las decisiones que adopten sobre este punto tan crucial. Finalmente, y como corolario de las dos ventajas anteriores, la eventual judicialización que pudiera tener lugar deberá tramitar ante cada uno de los poderes judiciales provinciales y de la Ciudad, lo cual evitará que sea el Estado Nacional el que deba enfrontar la batalla judicial, al tiempo que las soluciones que adopten los tribunales podrán tener en cuenta las peculiaridades locales, tanto las fácticas como las idiosincráticas.
La conclusión es que, después de “Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires c/ Estado Nacional”, la parte que perdió el juicio y que, a primera vista, podría pensarse que salió debilitada o “con menos poder”, se encuentra fortalecida y revitalizada pues ahora tiene una mejor comprensión de cuáles son sus responsabilidades institucionales en el contexto de la pandemia. También sabe que no le corresponde asumir la titánica tarea de adoptar un rol parental regulando y controlando todas y cada una de las actividades que puedan tener incidencia en la situación sanitaria. Y también sabe que eso no significa dejar a la deriva a la sociedad, pues lo que dijo la Corte es que la responsabilidad está distribuida entre la Nación, las provincias y la Ciudad. Ahora, el gobierno nacional podrá dedicarse de lleno a las materias sobre las que sí tiene responsabilidad, sin tener que asumir por ello responsabilidades y costos políticos y judiciales que les caben a los gobiernos locales.
Correlativamente, la parte que ganó el juicio se lleva una victoria pírrica pues, a partir de ahora, sobre ella recaerá una importante parte de la responsabilidad en la gestión de la pandemia y no podrá externalizar en el gobierno nacional los costos, políticos y judiciales, que tengan lugar a partir de sus propias decisiones.
La decisión de la Corte en el caso “GCBA c/ Estado Nacional”, junto con la adoptada en “Lee c/ Formosa”, constituyen un giro importante en la jurisprudencia del tribunal. Durante muchísimos años, la doctrina adoptada por la Corte se emparentó con la concepción de la emergencia que insiste en la atenuación de los límites constitucionales y la concentración de la responsabilidad en una única persona. Si el tribunal mantiene el nuevo criterio de manera consistente, entonces nuestro derecho público se acercará más a la concepción que entiende al poder como acción colectiva ejercida dentro de un marco institucional.
Ese giro, de concretarse y consolidarse, será un paso importantísimo en el aprendizaje democrático que comenzó en 1983. Y, tal vez, sea decisivo para dejar atrás la tradición de la excepción que, a partir de 1930, se adueñó de nuestro país y de nuestra doctrina jurídica y judicial, abriendo las puertas a las pestes del autoritarismo y de la violencia. Quizás estemos ante la posibilidad de un nuevo “Nunca Más” que no sólo signifique un rechazo a lo que ocurrió durante la dictadura militar, sino también a todo el proceso histórico que le sirvió de preludio.
Pedro A. Caminos es abogado y profesor de derecho constitucional en la Universidad de Buenos Aires en donde está cursando sus estudios doctorales. Es autor del libro “Republicanismo e Interrupción Voluntaria del Embarazo. Una Visión Laica de la Política”. También es miembro fundador del capítulo argentino de la Sociedad Internacional de Derecho Público (ICON-S) y actualmente preside la Asociación Civil de Estudios Constitucionales (ACEC).
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