Un debate que interpela al sistema judicial argentino. El 1 de febrero del corriente año, el viceministro de justicia, Juan Martín Mena, señaló que no estaba de acuerdo con la "judicialización de los actos de gobierno" y que había “…que volver a los cauces normales, dejar ese protagonismo que tanto les gustó (a los jueces) para cumplir su tarea, que no es menor (agregando que)… tienen que quitarse esas ganas de jugar a la política, el Parlamento es el que dicta las leyes"[1].
En paralelo con esto, se instauró un debate sobre un tema vinculado con lo anterior, relativo a la noción de Lawfare, Rusconi sobre ello ha sostenido: “Lawfare significaría la utilización de la ley y de los procedimientos jurídicos como arma de guerra: elegido un sector, por ejemplo político, como enemigo, la ley y los procedimientos judiciales son utilizados por los agentes públicos como una forma de perseguir a aquellos que fueron estigmatizados como enemigos. Claro que para que el concepto de Lawfare posea vigencia práctica se requieren tres protagonistas: el amigo oficialista que detenta el poder, el enemigo opositor al cual se le declara la guerra judicial y, por último, quienes conducen el emprendimiento bélico a favor del poder de turno, quienes ofrecen el alejamiento judicial de las normas como proyectiles (algunos miembros del sistema judicial).”[2]
En contra de esta tesis, Gargarella ha señalado que “…se trata de una idea más peligrosa que ridícula, como todas las grandes ‘teorías conspirativas’ que atravesaron la historia de nuestro país.”[3] Para el mentado constitucionalista la noción es un cuento burdo pues, que existan decisiones injustas y políticamente motivadas emanadas del Poder Judicial es algo endémico a la justicia local y actual, y colocarlas bajo el paraguas del concepto de Lawfare implica solapar -peligrosamente- un discurso que es preferible que sea visualizado. Es innegable que existen mecanismos de presión formales e informales, positivos y negativos pero para el autor mencionado esto es connatural a las débiles democracias locales.
Del modo que fuere, las distintas opiniones indicadas dan cuenta de un debate al interior del sistema consistente en la politización de la justicia y su parigual la judicialización de la política. En lo que sigue procuraremos desentrañar el por qué de esta encrucijada y la vía que entendemos adecuada para superarla.
Política y magistratura judicial
Para los antiguos griegos, la política comprendía todas las actividades necesarias para el logro del bien de la vida en comunidad. De allí, que para ellos, la noción de separación de los poderes y de politización de la Justicia era algo absolutamente extraño[4]. Aristóteles definía al ciudadano como aquel que ejerce las funciones judiciales y de Gobierno; en la traducción al español de la obra del estagirita, el desempeño de estas funciones se describe como el ejercicio de una magistratura[5]. Del modo que fuere, la administración de Justicia, era una actividad eminentemente política pues estaba encaminada a mantener el buen orden de la polis.
Dos factores alteraron este antiguo entendimiento: a) la noción de la razón de Estado, en la época moderna[6]; y b) el surgimiento de los partidos políticos[7]. A partir de esto, la noción de la política cambió radicalmente, y la acepción de político, se revistió del sentido de quien tiene por carrera o profesión la política: aquel que se dedica al avance de la causa de un partido político[8].
Por su parte, la magistratura judicial siguió un derrotero más complejo a partir del diseño constitucional norteamericano que se insufló en las constituciones de occidente. Veamos.
En lo que interesa, el artículo iii de la Constitución de los Estados Unidos indica que existe un Poder Judicial y que éste está formado por “un Tribunal Supremo y [...] otros tribunales inferiores” y que estos tribunales tienen “jurisdicción sobre todos los pleitos, tanto en derecho como en equidad, que surjan como consecuencia de esta Constitución [...]”.
Por último establece que la “Constitución, así como las leyes de los Estados Unidos que se dicten en su cumplimiento y todos los tratados celebrados o que se celebren en el futuro bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la suprema ley del país; y los jueces de todos los estados estarán obligados a cumplirlas aunque hubiera alguna disposición en la Constitución o en las leyes de cualquiera de los estados que dijera lo contrario” (Art. vi, cl. 2ª). Esto implica que ninguna ley –ni estatal, ni federal, ni ningún acto de gobierno– puede ser contraria a la Constitución, sino que, siendo ésta suprema, todas las demás leyes tienen que ceder ante ella. Esta concepción de la Constitución como ley suprema es reconocida por todos como la mayor aportación del constitucionalismo a la historia universal del Derecho[9].
En ningún lugar de la Constitución se dice que sea la prerrogativa exclusiva del Tribunal Supremo decir lo que la Constitución es o no es. Más aun, en los primeros años de la República, eran muchos los que como, por ejemplo, Thomas Jefferson sostenían la doctrina del departamentalismo, según la cual cada poder del estado –también denominados en inglés departamentos– tenía la misma autoridad y responsabilidad que los demás para interpretar la Constitución cuando realizase sus propias funciones[10]. Obsérvese que en el capítulo LXXVIII del Federalista, redactado por Hamilton (de la Edición de McLean, Nueva York, MDCCLXXXVIII) se hace referencia al “Departamento Judicial”.
La doctrina del judicial review.
En la resolución Marbury v. Madison, John Marshall dejó establecidos dos principios cardinales del constitucionalismo moderno: a) la supremacía de la Constitución y b) la doctrina del judicial review o control judicial de la constitucionalidad. El principio de la supremacía de la Constitución entraña que, en caso de conflicto entre la Constitución y cualquier otra ley federal o estatal, prima la Constitución. La doctrina del judicial review establece que corresponde a los tribunales, y en particular al Tribunal Supremo, la tarea de interpretar las leyes de los Estados Unidos, incluida su Constitución, y la adecuación de aquéllas a ésta.
En Argentina, este sistema fue instaurado por la C.S.J.N. in re “Calvete” Fallos 1:340 -1864- donde se sostuvo que el Superior Tribunal era “el intérprete final de la Constitución” y el último tribunal que decide en las causas que le son sometidas sobre la base del art. 116 C.N., indicándose que: “siempre que se haya puesto en duda la inteligencia de alguna de sus cláusulas, y la decisión sea contra el derecho que en ella se funda, aunque el pleito haya sido resuelto en un tribunal del fuero común, la sentencia está sujeta a la revisión de la C.S.J.N.” y en el fallo “Sojo” (Fallos 32:120) de 1887, en una aplicación analógica de “Mardbury v. Madison” que instauró la teoría del judicial review; se usó la teoría del precedente norteamericano, no para declarar la inconstitucionalidad de una norma, sino para interpretarla: “la única interpretación válida es esta (que el recurso sea interpuesto ante jueces inferiores), ya que la otra conduciría a un resultado inconstitucional (ampliación de las causas de competencia originaria)” y además “La Constitución es el Palladium de la libertad, el arca sagrada de todas las libertades”.
Ahora bien, aquí aparece el primer llamado de atención sobre el punto: las constituciones (por caso la estadounidense y argentina que son las que estamos mencionando en el texto) habían fijado límites al gobierno, pero no habían especificado a quién correspondía decidir si dichos límites se habían excedido o no; no se había identificado qué institución debía ser la que declarase la inconstitucionalidad de una ley contraria al ordenamiento y que fuese capaz de garantizar plenaeficacia a las normas de la constitución.
Esa función terminó correspondiendo al Poder Judicial porque la jurisprudencia del propio Tribunal Supremo así lo determinó en Marbury v. Madison en Estados Unidos y en “Calvete” y “Sojo” en Argentina. Con ello se estableció un novus ordo seclorum.
La expansión de los poderes de los jueces aumentó notablemente el apetito de los políticos de carrera por controlar la administración de justicia. De ahí que la politización de la justicia en la actualidad una de las distorsiones institucionales más graves a la que está expuesto el imperio del Derecho. En una reflexión crítica acerca del concepto y la práctica de la separación de poderes en los Estados Unidos, Jerome G. Kerwin observó que el faccionalismo de los partidos anulaba de hecho la independencia de la justicia[12].
Gómez Albarello ha señalado que: “(...) No cabe duda de que la politización de la justicia conduce a la aplicación selectiva de la ley, usualmente contra los opositores, donde la justicia es de partido, realmente no hay justicia: los críticos del gobierno terminan por ser condenados sin pruebas; sus áulicos y testaferros, absueltos a pesar de ellas. Y, donde no hay justicia, no habrá concordia, no habrá paz.(...)”[13]
Para Gómez Albarello existen tres tipos de casos en los que la política procura incidir en las resoluciones judiciales: el primero, es el de la captura de la administración de justicia por un partido político para usarla contra sus opositores; el segundo caso corresponde a la distorsión de la función judicial por cuenta de la polarización política, ello apareja que si bien un partido no logra definitivamente cooptar la judicatura, la selección de los jueces responde a criterios partidistas y, en consecuencia, la aplicación de la ley queda en muchos casos subordinada a esos criterios; el tercero corresponde a una situación en la cual, a pesar de las garantías de independencia de la judicatura, ésta termina altamente politizada, de modo que su carácter imparcial queda completamente subvertido[14].
Estos casos imponen examinar cómo hacer para superar los puntos ciegos de la teoría de la separación de los poderes que se generan a su amparo: los gobiernos de partido tienden a anular los frenos y contrapesos, y conducen a la politización de la justicia.
Control judicial y constitucionalismo
James Madison, uno de los Padres Fundadores de la Constitución estadounidense introdujo en la teoría original de Montesquieu la siguiente novedad (capítulo LI del Federalista, de El Correo de Nueva York, viernes 8 de febrero de 1788): si todos quienes ejercen poder están motivados por la ambición, lo mejor que se puede hacer es procurar que la ambición de todos controle la ambición de cada uno. La convicción de Madison es que no es posible extirpar la ambición del ser humano ni su tendencia a asociarse con otros para lograr sus fines. Lo máximo que se puede alcanzar es controlar los efectos de estos impulsos (cfr. capítulo X del Federalista, de El Correo de Nueva York, viernes 23 de noviembre de 1787). De ahí que los Fundadores de la república estadounidense hayan acogido la teoría de Montesquieu según la cual, para garantizar la libertad, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial no deben estar unidos en un mismo cuerpo[15].
Y en lo relativo al poder judicial (i.e. departamento judicial), este debía limitarse a la salvaguarda de la Constitución limitada, jamás sustituyendo el juicio por su voluntad; tutelando los “derechos individuales” de las pasiones de la mayoría del momento (LXXVIII del Federalista, cit.).
Sin embargo, este perfil de tutela de “derechos individuales” devino en un control judicial irrestricto: el poder de los jueces de invalidar una ley por ir en contra de la Constitución, se transformó en auténticos límites al gobierno y a las mayorías.
De la mano de este fenómeno surgió la “ideología del Constitucionalismo”. Decimos ideología, porque, como indica Waldron, es más que una teoría normativa sobre las formas y procedimientos de gobierno, consiste en controlar, limitar y restringir al gobierno[16].
Es cierto que solemos emplear la idea de “gobierno limitado”, pero también se habla de “gobierno controlado”. Sin embargo son dos cosas distintas. Mientras que en el primer caso, los gobiernos democráticos deben ser supervisados para que cumplan sus promesas (de hecho la idea de control no es necesariamente negativa); en la idea de restricción, en cambio, definitivamente observamos una idea negativa: equivale a impedir que el gobierno haga ciertas cosas. Es decir, que es posible identificar ciertos abusos que queremos evitar, y para ello establecemos prohibiciones que suelen tomar la forma de derechos. La idea es que haga lo que haga el gobierno, no debe hacer estas cosas; en este sentido parece conectarse a la idea de Derechos Humanos, pero esta vinculación con el constitucionalismo es problemática[17].
En rigor, los constitucionalistas no están satisfechos con esto: una función de las constituciones es imponer limitaciones más amplias a los tipos de proyectos que pueden emprender los gobiernos. Entonces, cuando los constitucionalistas hablan de gobierno limitado, no sólo se refieren a evitar abusos particulares, sino que aluden en un sentido más amplio, a que muchas de las aspiraciones que los gobiernos tienen son de por sí ilegítimas. Bien mirado, al amparo de la noción de límites al gobierno y a las mayorías, el constitucionalismo abandona su pretensión de neutralidad política y abraza una posición crítica hacia la intervención del Estado.
Los constitucionalistas entienden que la Democracia no es perfecta y además es problemática cuando lo que está en juego es la tiranía de la mayoría.
Un ejemplo de esta tesis lo hallamos en Ferrajoli, pues el profesor italiano asocia a la idea de democracia con la irracionalidad de las mayorías y el abuso de poder. Los derechos y obligaciones en juego no sólo se establecen como resguardos insuperables, es decir, resguardos que no pueden ser dejados de lado siquiera a partir de una decisión unánime adoptada por la ciudadanía. “Siempre que se quiera tutelar un derecho como fundamental se lo sustrae a la política, es decir, a los poderes de la mayoría… como derecho inviolable, indisponible e inalienable. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede decidir su abolición o reducción.”[19]
El profesor de Roma advierte que, en una democracia, los jueces como funcionarios que no son elegidos directamente por la ciudadanía, es problemático que sean capaces de “derrotar” a las pretensiones mayoritarias expresadas a través de las leyes. Apoyándose en Ronald Dworkin y su propuesta de ver a los derechos como “cartas de triunfo frente a las mayorías”, entiende que los derechos a proteger no surgen de las mayorías, sino en contra de las ambiciones de estas. De allí que le quita esta potestad a las mayorías (Poder Legislativo) para entronizarlas en cabeza del Poder Judicial[20].
Un modelo de solución.
Si un Estado judicial no es el tipo de modelo de Estado que Argentina pretende, y, además, ciertamente es un modelo ya superado: “El Estado medieval, al igual que en gran medida, hasta avanzada la época actual, la teoría del Estado anglosajona, establecen que el núcleo del poder estatal radica en la judicatura.”[22], entonces se debe proponer algún esquema que supere al escenario de la ideología del Constitucionalismo y el control judicial irrestricto judicial.
Richard Thoma explicaba que una de las “…tendencias típicas del Estado moderno (es la de) dejar al legislador y quitar al juez el poder de decisión.”[23]. En un Estado legislativo ningún tipo de tribunal constitucional o judicatura estatal puede fungir como guardián concreto de la Constitución.
Para erradicar este esquema distorsivo, entendemos, la construcción que ha diseñado Jeremy Waldron aparece como la más lúcida y potente, y la que puede aportar algún grado de solución a nuestro sistema. Por esta vena, especula Waldron cuando un constitucionalista piensa en la democracia, su primera reflexión es ¿cómo podemos prevenir que la democracia degenere en una tiranía de la mayoría? Pero para Waldron hay preguntas previas que es necesario responder para un “empoderamiento afirmativo”: ¿cómo se defenderá y se hará cumplir el principio central de la igualdad política, que es el fundamento de la democracia?[25]
La constitución de una democracia implica empoderar a aquellos que, de lo contrario, no tendrán poder alguno, las personas comunes y corrientes que en la mayoría de las comunidades políticas son los súbditos, no los agentes del poder político. Sin embargo no alcanza con dar a las personas igual poder político, además hay que mantenerlas en ese estatus, porque esa igualdad tiende a subvertirse de manera endémica de muchas formas. Todo sistema político debe trabajar ese aspecto. Una constitución democrática efectiva exige prestar atención a los fenómenos que rodean a la política (v.g. la influencia de la riqueza, los poderes sociales, et caetera)[26].
El problema no es que el constitucionalismo desatienda la tarea del empoderamiento democrático, sino en que toma a los procesos electorales y representativos de los ciudadanos comunes como sus enemigos naturales.
Una teoría política que aspira a imponer límites al abuso de poder debería tener en miras limitar toda forma de tiranía: pero al constitucionalismo sólo le preocupa la tiranía de las mayorías, no la tiranía en general. Las constituciones, además de poner límites, asignan poder a las instituciones de la Democracia, allí parece aceptar una suerte de constitucionalismo positivo. Las constituciones democráticas dan poder a quienes no lo tendrían de otra manera: a la gente del común. Pero obsesionados por los límites, los constitucionalistas olvidan esa dimensión[27].
Entonces ¿Deben los jueces tener la facultad de derogar leyes cuando están convencidos de que violan derechos individuales? En varios países tienen esta potestad. Suelen considerar que una buena decisión y un proceso que considera las reivindicaciones de los derechos de manera firme y seria, son buenas razones para apoyar la institución del control judicial sobre la legislación[28].
Autores como Dworkin[29] o Ferrajoli[30], reconocen que el control judicial en ocasiones puede conducir a malas decisiones y que padece alguna especie de déficit democrático. Pero concluyen en que estos costos se exageran o se caracterizan erróneamente. Los constitucionalistas entienden que la Democracia no es perfecta y además es problemática cuando lo que está en juego es la tiranía de la mayoría.
En la teoría política liberal, la supremacía legislativa suele asociarse con el autogobierno. Los ideales democráticos mantienen una relación difícil con cualquier práctica que establezca que los legisladores electos operarán bajo la tolerancia de jueces que no han sido electos democráticamente. Alexander Bickel ha llamado a esto dificultad contramayoritaria, y para él, el control judicial es una institución anormal en la democracia estadounidense[31]. En los países que no contemplan esta invalidación, el pueblo por sí mismo puede decidir mediante procedimientos legislativos ordinarios sobre sus derechos.
Pero para Waldron, el control judicial es vulnerable en dos aspectos[32]:
- No proporciona, como suele sostenerse, un medio para que la sociedad enfoque claramente los problemas, cuando discuten sobre derechos; por el contrario se los distrae con temas secundarios acerca de textos e interpretación.
- Es políticamente ilegítimo en lo que concierne a los valores democráticos: al privilegiar que el voto mayoritario de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuentas, prive de derechos a los ciudadanos comunes y deja de lado preciados principios de representación e igualdad política.
Ahora bien, el control judicial es distinto a la supremacía judicial, esta última se refiere a una situación en la cual: a) los tribunales resuelven asuntos importantes para el sistema político en su conjunto, b) aquellas soluciones son tratadas como absolutamente vinculantes sobre todos los actores en el sistema político, y c) los tribunales no difieren de las proposiciones asumidas sobre estos asuntos en otras ramas[33].
Con ello ya es más simple efectuar una confrontación que sea aproximadamente más legítima que aquella entre control judicial y supremacía judicial, esto es: a) control judicial y b) supremacía legislativa. El mejor sistema es el segundo para una sociedad política en la que haya[34]: a) funcionamiento razonablemente adecuado de sus órganos políticos; b) funcionamiento razonablemente adecuado de sus órganos judiciales (i.e. que no actúan por propia iniciativa o por referencia abstracta, sino que responden a demandas particulares iniciadas por litigantes particulares, tratan cuestiones en el contexto del litigio binario y adversarial; y hacen referencia a, y elaboran, sus propias decisiones pasadas sobre cuestiones que consideran relevantes al caso en cuestión; c) un compromiso con los derechos por parte de la mayoría del pueblo y sus gobernantes; y d) (no obstante lo anterior) Un desacuerdo hondo, persistente y de buena fe sobre el contenido y las implicaciones de esos derechos.
Las mayorías decisionales pueden prevalecer, algunas veces estarán en lo correcto sobre los derechos en otras ocasiones se equivocarán; pero en esto se parecen a todos los sistemas de toma de decisiones y por sí solo ello no puede socavar su legitimidad, siempre y cuando las minorías temáticas tengan garantía de que la mayoría de sus conciudadanos toman en serio la cuestión de sus derechos[35].
Para concluir vale la pena retener las palabras de Abraham Liincoln en su discurso inaugural cuando declara: “Si la política del gobierno sobre cuestiones vitales que afectan a toda la población ha de ser irrevocablemente determinada por las decisiones de la Corte Suprema… el pueblo habrá dejado de ser su propio gobernante, habrá renunciado en la práctica a su gobierno y lo habrá dejando en manos de ese ilustre tribunal”[38]; el pueblo habrá perdido su poder de autodeterminación amplio, y se arrancará de sus manos la orientación futura del orden social, económico y político".
Lo dicho resta peligrosamente cerca de la soberanía judicial, del poder de los jueces de crear normas constitutivas. Hobbes ya criticaba esto porque llevaba a una regresión infinita en la cadena de control sobre el poder, anulando la posibilidad de un gobierno soberano. Como el constitucionalismo implica control, unos jueces que controlaran sin ser controlados se erigirían en soberanos, lo cual exigiría un nuevo órgano de control y así al infinito[39].
Waldron señala, en tesis que compartimos, que el control judicial se aproxima a la supremacía judicial, cuando los tribunales comienzan a pensarse y presentarse como persiguiendo un programa o una política coherente, en lugar de limitarse a responder, a medida que surgen, a los abusos particulares identificados como tales por una declaración de derechos. Los teóricos de la Constitución suelen aseverar que los jueces deben tener una visión integral de la Constitución como un todo -como un programa coherente de principios- y deben buscar, en los casos sucesivos, impulsar este programa en un frente amplio. [40].
El control judicial no debería entenderse como una oportunidad de implementar amplios programas sociales por medio de decisiones en casos sucesivos.
Los jueces no deberían pensar que es su tarea oponerse a la visión, programa o política general de las ramas del gobierno votadas por elección popular. Estas últimas son las que tienen la responsabilidad de configurar y perseguir programas sociales a gran escala.
La tarea de los jueces es simplemente reconocer e identificar esos abusos, oponerse al programa como un todo no es su responsabilidad.
*El autor es Defensor de Cámara Federal ante el Tribunal Oral Criminal Federal de Bahía Blanca. Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (Universidad Nacional de La Plata), Magister en Políticas y Estrategias (Universidad Nacional del Sur), Especialista en Derecho Penal (Universidad Nacional del Sur), Especialista en Asesoría Jurídica de Empresas (U.B.A.).
Profesor Asociado a cargo de la cátedra de Derecho Penal 2 Universidad Nacional del Sur. Profesor Adjunto ordinario de la cátedra Ciencia Política de la Universidad Nacional del Sur. Ex Profesor Adjunto ordinario de la cátedra de Introducción al Derecho de la Universidad Nacional del Sur. Docente del Programa de Formación de Aspirantes a Magistrados (asignatura Lógica Jurídica y Decisión Judicial)de la Escuela Judicial del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación.
[1] “Los jueces deben resolver los conflictos jurídicos y no deben estar para gobernar ni legislar”, Tiempo Judicial, 1 de febrero de 2021.
[2]Rusconi, Maximiliano; Crisis del sistema judicial en materia penal y caminos para una transformación necesaria, en Bailone, Matías y Risso, Guido; “Poder Judicial y Estado de Derecho”, Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pp. 163-164.
[3]Gargarella, Roberto; Porque el Lawfare es un cuento, en Diario Clarín, Sección Opinión, nota del día 15/12/2020.
[4]Aristoteles; La política (Introducción), traducción de Manuela García Valdés, Editorial Gredos, Madrid, 1984, pp. 22-23 (1275a).
[5] Este término fue el elegido por Manuela García Valdés en la edición de Gredos (1984), asícomo Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez en la de Alianza Editorial (2015).
[6]Kissinger, Henry; La diplomacia, trad. Mónica Utrilla, 2ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2004, pp. 51-162.
[7]De Jouvenel, Bertrand; Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, trad. Juan Marcos de la Fuente, Unión Editorial, Madrid, 2011, pp. 358-361.
[8]Gardner, Dorsey; PracticalDictionaryofthe English Language, Springfield, Mass.: G. & C. Merriam and Company, 1884, p. 305.
[9]García de Enterría, Eduardo; La constitución como norma jurídica, en A. Predieri y E.García de Enterría (Dir.), “Laconstitución española de 1978, Estudio sistemático”, Civitas Ediciones, Madrid, 1988, pp. 95 y ss.
[10]Whittington, Keith E.; PoliticalFoundationsof Judicial Supremacy, ThePresidency, theSupremeCourt, and ConstitutionalLeadership in U.S. History, Princeton 2007, p. xi.
[11]Orozco, Abad I. y Gómez Albarello, J. G.; Los peligros del nuevo constitucionalismo en materia criminal, IEPRI-UN, Ministerio de Justicia, Bogotá, 1996.
[12]Kerwin, Jerome G.; Checks and No Balances, en TheReviewofPolitics. [En línea], Cambridge UniversityPress, julio, 1944, vol. 6, nro, 3, pp. 4-5.
[13]Gómez Albarello, J. G.; El declive de la separación de poderes y la politización de la justicia, Revista de La Academia Colombiana De Jurisprudencia, No. 372. Julio-Diciembre de 2020, p. 133.
[14]Gómez Albarello, J. G.; El declive de la separación de poderes y la politización de la justicia, cit., pp. 133-134.
[15]Montesquieu; El espíritu de las leyes, ediciones Tecnos, Madrid, 1972. p. 151.
[16]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, en Waldron, Jeremy; Contra el gobierno de los jueces, siglo XXI editores, Buenos Aires, 2018, pp. 26-27.
[17]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, cit., pp. 34-35.
[18]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, cit., pp. 44-46.
[19]Ferrajoli, Luigi; Sobre los derechos fundamentales, trad. Miguel Carbonell, Revista Mexicana de Derecho Constitucional, nro. 15, Julio- Diciembre 2016, revistas.juridicas.unam.mx/index.php/cuestiones-constitucionales/article/view/5772/7600.
[20]Ferrajoli, Luigi; Democracia y garantismo, Trotta, Madrid, 2010.
[21]Pazos Crocitto, José Ignacio; Lo no jurídico. Sobre un ámbito indeterminado o libre de valoración jurídica en el Derecho Penal, http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/8/browse?authority=34448&type=author. Sedici (Repositorio Institucional de la UNLP). Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (Tesis de postgrado)
[22]Schmitt, Carl; El giro hacia el Estado totalitario, incluido en “Carl Schmitt, Teólogo de la Política”, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 84.
[23]Thoma, Richard; GrundrechteundPolizeigewalt, edición especial del tribunal supremo administrativo, Berlín, 1925, p. 223.
[24]Bluntschli, Johann Caspar; AllgemeinesStaatsrecht, t. I, 4ª ed., München, J.G. Cotta,1868, pp. 561-562.
[25]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, cit., p. 40.
[26]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, cit., p. 41.
[27]Waldron, Jeremy; “Constitucionalismo.: una postura escéptica”, cit., p. 42.
[28]Dworkin, Ronald; “Los casos constitucionales” (cap. 5), en Dworkin, Ronald; Los derechos en serio, trad. Marta Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002, pp. 217-233.
[29]Dworkin, Ronald; “Los derechos en serio” (cap. 7), en Dworkin, Ronald; Los derechos en serio, trad. Marta Guastavino, Ariel, Barcelona, 2002, p. 278.
[30]Ferrajoli, Luigi; “Democracia, Estado de Derecho y jurisdicción en la crisis del Estado Nacional”, en Atienza, Manuel y Ferrajoli, Luigi; Jurisdicción y argumentación en el Estado constitucional de Derecho, UNAM, México, 2005, pp. 109-116.
[31]Verly, Hernán; El argumento contramayoritario. Justificación del control judicial de constitucionalidad, en El Derecho, Diario del 1/10/1991, pp. 4-5.
[32]Waldron, Jeremy; “La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad”, en Waldron, Jeremy; Contra el gobierno de los jueces, siglo XXI editores, Buenos Aires, 2018, p. 60.
[33]Waldron, Jeremy; “La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad”, cit., pp. 67-68.
[34]Waldron, Jeremy; “La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad”, cit., pp. 69-79.
[35]Waldron, Jeremy; “La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad”, cit., pp. 86-87.
[36]Cabrera, Martín Leonardo; La revocatoria popular de sentencias como contrapeso democrático al control judicial de constitucionalidad, en Revista Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, UNLP, La Plata, 2014, p. 191.
[37]Waldron, Jeremy; “La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad”, cit., pp. 105-111.
[38]Corwin, Edward S., La Constitución norteamericana y su significado actual, trad. de Rafael Demaría, Ed. Kraft, Buenos Aires, 1942, pp. 140-141.
[39]Hobbes, Thomas; Leviatan. O la materia, forma y poder de una República Eclesiástica y Civil, trad. Manuel Sanchez Sarto, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009, cap. 26 (De las Leyes Civiles) pp. 217-230. El maestro de Oxford explicaba que “El Legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque el legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado es el legislador. Pero el Estado no es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su representante (es decir, por el soberano), y, por tanto, el soberano es el único legislador. Por la misma razón, nadie puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohíbe ponerla en ejecución.” (el resaltado no se halla en el original), p. 218.
[40]Waldron, Jeremy; “Control judicial y supremacía judicial”, en Waldron, Jeremy; Contra el gobierno de los jueces, siglo XXI editores, Buenos Aires, 2018, pp. 150-151
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