Por Daniel Schurjin Almenar - Abogado y Especialista en Administración de Justicia (UBA); Subdirector de la revista de la Asociación Pensamiento Penal.
Propongo iniciar nuestro recorrido pidiendo al lector, aquí no más, que medite si ha sido afectado por crimen alguno.Es más, animémonos a un compromiso adicional. Cierre sus ojos por unos pocos segundos e indague en su memoria para responder a la siguiente pregunta: ¿Ha sufrido usted algún delito?
Antes de pasar a su respuesta viene al caso aclarar que, a lo largo de los años que llevo en el ejercicio de la docencia universitaria, he podido comprobar que el interrogante planteado funciona como eficaz disparador para empezar a pensar en cierta clase de violaciones a la ley. Al comienzo de diferentes cursos, un buen número de avanzados estudiantes de Derecho brindan contestaciones generalmente homogéneas frente a la indagación. “Sufrí una entradera”, “me sacaron el celular en la calle”, “me robaron el auto”. Esas son algunas de las frecuentes tramas en torno a las cuales giran los sinceramientos de los menos tímidos a la hora de manifestarse en las aulas.
Lo curioso es que a pesar de que esta experiencia se realiza en cursos destinados al abordaje temático de múltiples delitos económicos, ninguno de los alumnos —que distan de ser legos—se vuelca por auto percibirse como perjudicado por alguna de las específicas manifestaciones que integran dicha categoría (por ejemplo, el fraude fiscal, el contrabando o el lavado de dinero); a pesar de que cada uno de ellos indefectiblemente soporta los perniciosos efectos que ese tipo de crímenes proyecta sobre la sociedad que integran.
Retornemos ahora sí a la respuesta que el lector cómplice le haya podido brindar a la pregunta formulada algunos párrafos atrás y avancemos con una nueva interrogación: ¿a la hora de evaluarse a sí mismo como afectado por una violación a la ley penal, hizo su aparición alguna expresión asociada a los delitos económicos?
Si la respuesta de quien se ha prestado al juego es por la afirmativa, cabe reconocerle un alto nivel de auto percepción de su estatus de víctima respecto de crímenes que se proyectan sobre valores o intereses económicos de relevancia que pertenecen a la colectividad en su conjunto.
Y si su reacción fue en sentido opuesto—más bien alineada a la experiencia que me toca vivenciar cíclicamente en la universidad—, se habrá reconfirmado la regla que enuncia que los delitos económicos se caracterizan por tener un impacto social difícilmente perceptible por la ciudadanía.
Posiblemente otras notas esenciales de esta clase de criminalidad ayudan a alimentar su invisibilidad. Por ejemplo, la presencia de enmarañadas maniobras engañosas que median en su comisión.
Sumemos a eso el escaso tratamiento que la gráfica, la radio y la TV le brindan generalmente a los delitos económicos, en contraste con la dedicación que los medios le reservan a los delitos de sangre, incluso como espectáculo (puede ser que con el lavado de dinero se esté en la Argentina ante una excepción en los últimos tiempos, aunque de la mano de un fetiche asociado a la coyuntura política que a menudo marida bien con lo farandulero).
A todo ese cuadro debe añadirse una particularidad que robustece la evanescencia de los delitos económicos: la calidad de las personas que intervienen en su comisión. Son individuos —muchas veces profesionales—que suelen gozar de amplia aceptación y prestigio social. Seres socioeconómicamente bien posicionados, con acceso a medios que les permiten mantener una buena imagen ante la opinión pública (empresarios, deportistas de elite, personalidades del mundo del arte y del espectáculo, etc.).
Estas son parte de las razones que provocan que a la hora de identificar delitos económicos, la mayoría de la veces lo esencial sea invisible a los ojos, a pesar de la elevada incidencia negativa que tales expresiones criminales provocan en nuestro tejido social.
La condena a Messi más allá de lo evidente
Convalida en parte lo expresado anteriormente la condena dictada el pasado 6 de julio por la Justicia española sobre Lio Messi y su padre, por la perpetración de tres fraudes fiscales, vinculados a los ingresos publicitarios del astro entre 2007 y 2009.
Para así decidir, y frente al desconocimiento sobre los hechos que defensivamente esgrimió el futbolista (quien se escudó en la delegación de sus asuntos fiscales en manos de asesores jurídico contables), la Audiencia Provincial de Barcelona recurrió a una particular y cuestionada construcción: la teoría de la ignorancia deliberada, elementalmente entendible si se la traduce a través del popular dicho no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Más allá de ello y de que la sanción impuesta —si quedase firme— no sería de cumplimiento efectivo, gracias a una atenuación extraordinaria que rebajó la pena mínima correspondiente —6 años de prisión— a 21 meses (en virtud del pago de una fortísima suma de euros que operó a modo de reparación del daño), una primera lectura del caso podría conducir a afirmar que en los “países serios” los delitos económicos sí se visibilizan y “quien las hace las paga".
No niego que tal línea de interpretación pueda gozar de validez. Pero sí creo que es preciso marcar aquí dos invisibilidades que pueden rodear a la supuesta comisión del fraude fiscal que se le atribuye a Lionel Messi.
La primera tiene que ver —por vía de la acción—con la latente presencia de un supuesto de demagogia punitiva, que anuncia la falsa consolidación de un endurecimiento represivo a través de cuestionadas interpretaciones de la ley (como acto comunicativo que tiene a la sociedad como destinataria); al mismo tiempo que realmente termina por hacer la vista gorda, gracias a las holgadas posibilidades económicas de las que goza el chivo expiatorio seleccionado. Bien por Lio, a quien seguramente no sea necesario ni deseable ver en prisión, pero ¿es necesario el montaje teatral pretendidamente aleccionador? Recordemos en este punto que los fiscales del caso no sostuvieron la imputación, que solo siguió adelante gracias al impulso de los representantes de la Hacienda Pública.
La segunda se materializa a través de una omisión, que no hace más que ratificar el engaño que entraña el supuesto castigo ejemplificador. Me refiero a la falta de imputación penal hacia los asesores que en el plano jurídico contable planearon y dieron efectiva forma a los mecanismos engañosos que posibilitaron los supuestos fraudes al fisco español. Con tamaño “olvido” reluce la pantomima del escarmiento como mero acto declamatorio, carente de trascendencia por fuera del plano discursivo.
Si eso es o no cuestionable es algo en lo que aquí no se avanzará, puesto que el fin no era en sí lanzar una crítica a la solución del caso en particular, sino explicitar nuevamente que aquí también lo esencial es invisible a los ojos.
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