Por Camila Petrone
Abogada egresada de la UBA e integrante de la Asociación Pensamiento Penal (APP).
No caben dudas de que, en tanto individuos parte de un Estado de derecho, reconocemos en aquél Estado la potestad de ejercer el poder punitivo. Es por ello que, entonces, se vuelve necesario que existan límites a la acción estatal, y es con este fin que se existen una serie de garantías reconocidas por nuestro ordenamiento jurídico y que son protectoras de los individuos frente a la posible utilización arbitraria del poder del Estado. Estas garantías son, en palabras de Julio Maier, “…el marco político dentro del cual son válidas las decisiones que expresa acerca de su poder penal” y se encuentran -aunque no de forma taxativa-, consagradas en nuestra Constitución Nacional (CN).
Estas garantías, que emanan de principios que trascienden a nuestro ordenamiento jurídico, tienen como centro al individuo que se somete a la vigilancia del orden jurídico del cual es parte y funcionan como orientadoras del ejercicio del poder punitivo.
Es en este marco que el principio de inocencia, traducido en la garantía que implica la presunción de inocencia o in dubio pro reo, se constituye como un eje rector que debe atravesar cada etapa de un proceso penal limitando el ejercicio de la coerción estatal sobre quien se encuentra sometido a un proceso penal y poniendo un freno en la construcción de la culpabilidad de alguien cuya inocencia no haya sido adecuadamente desvirtuada.
El carácter fundamental del respeto a la presunción de inocencia se aprecia claramente -y, lamentablemente- en casos como el de Fernando Ariel Carrera, mejor conocido como “La Masacre de Pompeya”, retratada en el documental El Rati Horror Show de Enrique Piñeyro. Es en procesos como éste -innecesariamente largos e infinitamente injustos- donde se vislumbra con claridad que dejar de lado al principio de inocencia en un proceso penal puede, al fin y al cabo, conducir a una pérdida de legitimidad de las sentencias que emanen de nuestro Poder Judicial y al desmoronamiento del proceso por carecer de sustento sólido.
La concepción -infundada, a mi modo de ver- de que la presunción de inocencia funciona como una construcción que impide la búsqueda de la verdad en un proceso penal cae por completo en casos como el de Carrera, a partir de los cuales puedo afirmar que, por el contrario, la presunción de inocencia es el eje rector sobre el cual debe realizarse un proceso tendiente a la determinación de la verdad objetiva y la construcción -en los casos en que corresponda - de la culpabilidad del imputado.
Fernando Carrera, el protagonista del caso que hoy motiva esta breve reflexión, recibió el 25 de enero de 2005 ocho impactos de bala en su cuerpo que fueron producto de disparos de armas de fuego por parte la policía. Luego, estuvo sometido a un proceso penal durante once años, privado de libertad durante siete y, hasta el pasado 25 de octubre, pesaba sobre él una segunda condena que, en cualquier momento, podía hacerse efectiva. En sus palabras “no sabía cuándo lo vendrían a buscar otra vez”.
La incertidumbre respecto de la segunda condena, a quince años de prisión, llegó a su fin hace pocos días cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al expedirse por segunda vez respecto de este caso, decidió que no existían elementos suficientes para desvirtuar el estado de inocencia que ampara a Carrera.
En 2010, el documental de Piñeyro ya demostraba la inocencia de Carrera y el modo en que aquél le habían imputado los siguientes delitos: robo agravado por uso de arma de fuego, homicidio culposo agravado por la conducción imprudente del automotor que manejaba y por la existencia de múltiples víctimas, en concurso real con portación de armas sin autorización. Esa imputación fue la que había sido confirmada por la condena del Tribunal Oral ante el cual tramitaba la causa, mediante una sentencia en la cual se habían valorado pruebas que resultaban insuficientes.
Ya en el año 2012, al llegar a la Corte la causa por la cual se había condenado a Fernando Carrera a 30 años de prisión, el Superior Tribunal había decidido remitir nuevamente la causa a la Cámara Nacional de Casación Penal en tanto consideró que éste tribunal no había dado un trato adecuado a los planteos de la defensa de Carrera. Así, se intentaba hacer efectiva la garantía de la doble instancia que amparaba a Carrera, mediante la revisión exhaustiva y plena de la sentencia apelada, así como también su derecho de defensa.
Luego de ello, en 2013, la Cámara Nacional de Casación Penal decidió por segunda vez que Carrera era culpable y dictó una segunda sentencia condenatoria, pero esta vez lo condenó a quince años de prisión. Esta nueva condena llegó, una vez más, a la Corte. Fue el segundo fallo del Superior Tribunal el que, por fin, puso fin al tormento del que fueron víctimas Fernando Carrera y, por supuesto, su familia.
La absolución llegó, finalmente, cuando la Corte entendió que los planteos de la defensa del imputado no habían sido, aún, tratados en profundidad y que, por lo tanto, no se había realizado una revisión integral de la condena dictada y de los hechos y pruebas de la causa. Todo ello es requerido por nuestro ordenamiento jurídico para entender satisfecho el cumplimiento de la garantía de la doble instancia procesal, y, a la vez, hacer efectivo el derecho de defensa que no se encuentra cumplido con el sólo hecho de garantizarle al imputado un/a abogado/a defensor, sino que implica un tratamiento profundo de los planteos de la defensa por parte de los tribunales.
Así, la Corte Suprema consideró que esta falta de revisión dejaba entrever que, en realidad, nunca se había desvirtuado el estado de inocencia de Fernando Carrera y que, por lo tanto, por aplicación del principio in dubio pro reo, del cual emana la presunción de inocencia, correspondía pronunciarse a favor de la absolución. De esta forma, el fallo de la Corte se ajustó a lo previsto por el artículo 18 de nuestra Constitución Nacional -pilar fundamental en lo que respecta a las garantías del imputado en un proceso penal- y también a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que gozan de jerarquía constitucional según el artículo 75, inciso 22 de la Constitución.
El largo proceso que culminó -al fin- con la reciente absolución de Fernando Carrera es la viva prueba de que la falta de adecuada consideración del principio de inocencia en cada instancia procesal termina siendo contraria a la finalidad que debiera perseguir la justicia penal, ya que la “verdad” que se intenta construir termina por perderse definitivamente. Nos queda, entonces, únicamente un proceso estéril que, en modo alguno, logrará la satisfacción de las víctimas y/o de la sociedad, argumento tantas veces utilizado para intentar construir la culpabilidad del imputado sin fundamentos sólidos.
Vemos así que cae la aparente oposición entre la garantía fundamental que resguarda al principio de inocencia y el ejercicio del poder punitivo, en tanto el caso Carrera nos demuestra que el respeto de la inocencia del imputado, hasta que ésta sea desvirtuada no hace más que resguardar a los individuos de ser sometidos injustamente a un proceso penal y, aún más, privados de su libertad por un crimen no cometido. Esto, en modo alguno, obsta al ejercicio del poder punitivo del Estado sino que, simplemente, lo circunscribe a los límites previstos por ley, de forma tal que permita obtener pruebas legítimas en las que puedan basarse sentencias legítimas, debidamente fundadas y respetuosas de las garantías individuales y los derechos humanos.
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