En la madrugada del 28 de octubre de 2007, una escena espeluznante sacudió al hotel Catalinas Park, en pleno centro de Tucumán.
Pablo Amín fue encontrado desnudo, golpeando brutalmente a su esposa, María Marta Arias, a quien le había arrancado los ojos. Al ser detenido, exclamó: “No soy yo, esto es obra del demonio” y aseguró estar en “estado de emoción violenta”.
Amín, entonces de 24 años, fue condenado a prisión perpetua en 2009 por homicidio con ensañamiento.
El crimen fue tan cruel como inexplicable: arrastró el cuerpo de su esposa escaleras abajo y justificó su accionar con frases delirantes ante la Justicia. Durante el juicio, afirmó ser dueño del Bayern Múnich y hasta amenazó con “sacar los ojos” al secretario del tribunal.
Hoy, tras cumplir parte de su condena en la cárcel de Villa Urquiza, Amín accede a salidas transitorias controladas y podría obtener el régimen de semilibertad.
La defensa argumenta que está estabilizado, cursa Derecho y quiere reinsertarse laboralmente. “Pablo no va a volver a matar”, aseguró su abogada, Ruth Mayer.
La familia de la víctima, sin embargo, se opone firmemente. Su abogado, Mario Leiva Haro, sostiene que Amín nunca asumió el crimen, abandonó su tratamiento psiquiátrico y representa un riesgo.
El debate por su reinserción vuelve a poner en foco la tensión entre el cumplimiento legal de penas y la memoria de crímenes atroces que marcaron a la sociedad.





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