Por Mario Alberto Juliano, Director Ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez del Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea.

 

 

La orden de detención de la señora Hebe de Bonafini para dar cumplimiento a un recaudo procesal generó una serie de controversias, donde la cuestión estrictamente jurídica y judicial fue atravesada por las consideraciones políticas de la coyuntura, como no podía ser de otra manera y está muy bien que así sea. Vivimos en una sociedad democrática donde es deseable que la ciudadanía debata, con el apasionamiento propio del ejercicio de las libertades, las cuestiones públicas que hacen al devenir del país. Y, como es lógico para una República, no es preciso que las opiniones sean ilustradas y eruditas. Todos tenemos el derecho a expresar nuestras ideas y nuestras convicciones, ya que la cosa pública no es un segmento reservado para una casta de supuestos iluminados.

 

Me interesa abordar dos aspectos relacionados con el episodio judicial que, a mi juicio, definen en buena medida la cuestión: 1) la existencia de necesidad de la orden de detención, y 2) si somos (particularmente la señora Hebe de Bonafini) iguales ante la ley.

Los alcances de la declaración indagatoria

El artículo 294 del Código Procesal Penal de la Nación dispone que cuando hubiere motivos bastantes para sospechar que una persona ha participado en la comisión de un delito el juez procederá a recibirle declaración indagatoria.

 

La norma procesal materializa el derecho constitucional (artículo 18) y convencional (artículo 8.1 CADH) a ser oído. El derecho a ser oído representa la posibilidad más importante de ejercer la defensa material frente a la imputación que se dirige contra una persona.

 

Si lo precedente es como se señala, resulta constitucional y convencionalmente contraindicado que una norma de rango jerárquico inferior pueda imponer la obligación de comparecer a prestar declaración. De hecho, el propio artículo 296 del código procesal establece la libertad para declarar y la prohibición de ser compelido a hacerlo (ni se ejercerá contra él coacción o amenaza ni medio alguno para obligarlo, inducirlo o determinarlo a declarar contra su voluntad ni se le harán cargos o reconvenciones tendientes a obtener su confesión).

 

No obstante lo precedente, lo cierto y lo concreto es que cotidianamente se hace comparecer de modo compulsivo ante los estrados judiciales a decenas de personas sospechadas por la comisión de un delito a los solos fines de cumplir con una ceremonia: presentarse ante un escribiente para decir (en el 90% de los casos, para ser modestos) que no van a declarar.

 

Consecuentemente, no existe forma plausible de conciliar la obligación de comparecer a declarar con la libertad de hacerlo y la prohibición de ser compelido a ello.

 

Por supuesto, no ignoro que además de cumplimentar el acto ritual de preguntar al sospechado si tiene deseos de declarar, también se cumplen otros actos que la propia ley (artículo 298) denomina “formalidades”: informar detalladamente cuál es el hecho que se le imputa y cuáles son las pruebas existentes en su contra. Es lo que técnicamente se denomina el acto de intimación, que permite al imputado ajustar su estrategia defensista a esos parámetros.

 

Ahora bien, toda vez que una garantía (el derecho a ser oído y ejercer el acto material de defensa) no puede ser hecha valer en contra de los intereses de su titular, debe analizarse si existe otra posibilidad de cumplir con esa “formalidad” sin agredir derechos esenciales.

 

Desde mi perspectiva, es factible dar satisfacción a las exigencias procesales sin compeler al imputado. El simple libramiento de una cédula de notificación, un oficio o, extremando los recaudos, la constitución de un oficial de justicia en el domicilio del sospechado para que le haga saber los cargos que se le formulan y las pruebas que obran en su contra.

 

El procedimiento de carácter inquisitivo (el código vigente lo es) necesita disponer del cuerpo del imputado, hacerle notar la existencia de la autoridad, aunque ese requerimiento en los hechos sea evitable, innecesario e inconducente (recordemos que el cumplimiento de estas formalidades no obsta la prosecución del proceso).

 

La igualdad frente a la ley

El artículo 16 de la Constitución nos promete la igualdad frente a la ley. Mucho se ha escrito y reflexionado frente a esta garantía, y este no es el sitio para cavilar al respecto. Simplemente me propongo dejar planteados algunos interrogantes: ¿es deseable la indiscriminada igualdad frente a la ley? ¿es deseable que se trate de la misma manera a un niño que a un adulto, a un anciano que a un joven, a un enfermo que a una persona sana, a un obrero que al dueño de la empresa, y así sucesivamente? La respuesta negativa se impone y nos lleva a pensar que la igualdad que nos promete la Constitución es la igualad frente a los iguales. No puede ser de otra manera.

 

En los términos precedentes: ¿la señora Bonafini puede ser tratada de la misma manera que cualquier sospechoso por la comisión de un delito? Considero que no. Su avanzada edad (cercana a los 90 años), sumada al rol histórico que desempeñó en la recuperación de la democracia como titular de las Madres de la Plaza de Mayo, ameritan un tratamiento especial, como el que finalmente le dispensó el juez de la causa, al constituirse en la sede de la agrupación para cumplir con la diligencia.

El tratamiento especial, por las razones apuntadas, no implica impunidad ni menoscabo para la autoridad del juez. El tratamiento particularizado implica colocar en contexto las decisiones que se adoptan, con un Poder Judicial despojado de ritualismos y en la búsqueda de soluciones eficientes.